El Rey



Almoacid, llamado luz de Alcaria por la profunda sabiduría con que el Altísimo le había distinguido, deseaba desde hacía mucho tiempo recorrer la ciudad y hablar libremente a sus subditos sobre cuentos temas tuvieran a buen plantearle, pues la felicidad del reino estaba en sus manos, y opinaba que si la hoguera de la palabra, terminaría destruyendo a todos con sus llamas siempre insatisfechas.
Aquella mañana luminosa se dispuso a contemplarla desde el punto más alto de la muralla, y le pareció como si fuera una prolongación de sus brazos, que se extendieran hasta fundirse con los lejanos campos en un abrazo de dulcísimo dolor y serena alegría.
Dio gracias al Altísimo por la paz que, por su intermedio, había concedido a su pueblo, pero también sintió el mordisco del fuego, pues su propio ser era un horno, en el que las llamas templaban su violencia para que sobre ellas pudiera cocerse el pan de la felicidad.
Le llegaba el resonar lejano de una algarabía y, mirando hacia abajo, vio que la gran plaza estaba llena de gente por ser día de mercado; entonces, sintiendo la necesidad de compartir su soledad, se dirigió a ella, sin séquito ni acompañamiento y vestido con una túnica sencilla, pero al llegar fue reconocido, de forma que todos se apiñaban en torno suyo como hojas atraídas por un remolino.
Les hizo una señal con las manos, y todos se sentaron.